Soy Andrea Carolina Garzón Soto, y llevo cuatro años residiendo en Madrid. Tomé la decisión de salir de Colombia tras culminar mi carrera de Comunicación Social y Periodismo en Ibagué, motivada principalmente por mi padre, quien me instó a emprender de forma inmediata mi formación de postgrado. Así, con el deseo de salir del país empecé a buscar programas de Máster en Marketing en el extranjero, y Europa me llenaba de ilusión. Aunque domino el inglés y me defiendo con el francés, España fue una elección natural: por una parte, la oferta formativa articulaba con mis intereses profesionales, y por otra, a mi juicio el proceso de adaptación sería más sencillo gracias a factores como la cultura, la ubicación y las condiciones climáticas.


Concretamente, para tomar la decisión final me concentré en la búsqueda de escuelas de negocio y programas de Máster en Marketing de prestigio, hasta que me decanté por el Máster en Marketing y Dirección Comercial, del que logré obtener una beca del cincuenta por ciento. Más allá de haber un lejano eslabón de casi tres niveles en mi ascendencia, mis conocimientos sobre España eran superficiales y vagos, pero eso no me limitó, al contrario me retó. Procedí entonces a hacer los trámites de matrícula, el extenuante papeleo del visado, y de más preparativos, hasta que Dios me dio su aval y el 13 de octubre de 2011 aterricé en el Adolfo Suárez Madrid-Barajas a las 14:10 horas. 

 

Muchas cosas me impactaron al pisar suelo madrileño: por supuesto la imponente arquitectura y los incontables sitios históricos, ‘las terrazas’ -esa extensión del bar al andén donde se toma una ‘caña’ y se ‘tapea’ a pie de calle-, la riqueza gastronómica, el organizado sistema de transporte, las pequeñas y estrechas callejuelas del centro, y sobre todo, un sentimiento de seguridad al que no estaba acostumbrada. Y ni hablar de las estaciones, cada una con un encanto especial que hace que Madrid se vea, se sienta, y hasta sepa diferente –porque el verano sabe a gazpacho y cerveza y el invierno a chocolate de taza-. 

 

Entre muchas otras cosas el lenguaje también captó mi atención: como amante de la lingüística y la sociología, más allá de la conjugación del “vosotros” como uso cotidiano de la segunda persona plural, encontrarme con un cúmulo extenso de palabras y expresiones de uso popular que eran totalmente desconocidas para mí -unas de origen castizo y otras del vulgo-, me hicieron sentir inicialmente confundida pero luego cautivada… Yo flipaba. Y es curioso, porque hoy en día tengo que reconocer que me siento incluso más cómoda utilizando la conjugación del “vosotros” por la cercanía que me genera. 

 

Madrid es una ciudad especial. Es cosmopolita, en ella convergen todas las razas y concurren incontables nacionalidades que se entremezclan entre turistas y residentes. Aunque es una capital muy internacional, es a su vez muy segura, todo está al alcance de la mano - las mayores distancias no superan la hora de trayecto-, y el transporte público es más que plausible; es el paraíso si se compara con el lioso entramado vial atiborrado de atascos y el caótico sistema de transporte público de mi ciudad natal, mi querida Bogotá. Y ni hablar de la riqueza gastronómica, en donde el jamón ibérico, el vino, la paella, o la tortilla de patata son placeres irresistibles que se convierten en una tentación diaria.  

 

Asimismo, al referirme de los españoles sólo puedo utilizar adjetivos positivos. Desde mi experiencia personal, ellos son personas muy atentas y serviciales; son de los que se toman el trabajo de ayudarte a encontrar una dirección, si no la conocen se toman el trabajo de detenerse a buscarla en su teléfono móvil o preguntarle a otro lugareño, y si la saben hasta puede que te lleven a tu lugar de destino. Y es que he sido bendecida al haber encontrado aquí grandes amigos, personas leales e incondicionales que me han despertado un arraigo por esta tierra. Recuerdo, por ejemplo, mi segunda navidad aquí, en casa de mi amiga Pilar; ella me invitó a pasar Noche Buena junto a su familia, y todos me acogieron con tanto cariño que me hicieron partícipe de lo que es una verdadera cena Navidad al estilo español, con platos y postres a tutiplén, y todos cantando villancicos al más puro estilo flamenco. No obstante, -y sin que mi amiga Pilar me escuche- las mejores navidades son las que se celebran en Colombia: el ajiaco, los buñuelos y la natilla,  las novenas y por supuesto el conteo regresivo hasta llegar a las 12 para luego fundirse en un abrazo con la familia es la mejor forma de celebrar esta fecha. 

 

Por otra parte, el tema del trabajo es una arista que hay que ver en detalle debido a tres factores: la lenta recuperación económica que no supera todavía los altos índices de desempleo post crisis, la sobre cualificación profesional, y las condiciones legales que debe cumplir el inmigrante para gozar de las mismas condiciones laborales de un nacional español –esto es, contar con un permiso de estancia de trabajo-. 

 

He visto cómo muchas personas provenientes de Colombia y de otros países latinoamericanos han visto frustradas sus esperanzas de conseguir empleo aquí porque ciertamente no hay tantas oportunidades para tantos profesionales, o porque las pocas que hay no se ajustan a sus expectativas, pero en lo que a mí concierne, he sido afortunada por haber tenido la oportunidad de trabajar en dos multinacionales y en dos medios de comunicación independientes, esto en gran parte gracias al dominio del inglés, una de las aptitudes diferenciadoras que demanda el mercado laboral pero que la oferta nacional no satisface completamente, y en la que creo que los profesionales colombianos llevamos la delantera. Ciertamente he tenido el privilegio de sentirme orgullosa de ver a algunos compatriotas ocupando cargos ingentes en importantes compañías o sacando adelante sus propios negocios, de quienes puedo destacar como virtudes comunes la perseverancia, el alto sentido de responsabilidad y el compromiso; claves que han hecho que se valore nuestro perfil en este país. 

 

Sin embargo, esas cualidades se ven opacadas infortunadamente por un estigma: el narcotráfico. He tenido incómodos episodios en los que al socializar con distintas personas–españolas o de cualquier otra nacionalidad-, han surgido sin malicia preguntas o comentarios que redundan en ‘la coca’ o la guerra, la mayoría tan exagerados y lejanos de la realidad que obligan primero a explicar el problema y su dimensión real, y luego a hacer apología de toda la riqueza cultural, natural, histórica, gastronómica, etc., en un intento por reparar así la imagen de mi vilipendiada Colombia. Y es que a esto han contribuido las “narcopelículas” y las “narconovelas” que han llegado a las pantallas españolas, productos de exportación que le están costando muy caro al país en términos de reputación, y que somos principalmente los migrantes quienes tenemos que pagarlo. 

 

Pero dejando esto atrás, residir en esta tierra ha sido y sigue siendo un regalo por el que le doy gracias todos los días al Altísimo, artífice de esta aventura y a quien por gracia he podido conocer como nunca antes. Reconozco que estar lejos de mi familia ha sido quizá la más grande prueba, y que después de tanto tiempo fuera del país, como dice Facundo Cabral, el sentir es el de no ser de aquí ni ser de allá. Entre tanto, es inevitable extrañar la calidez de los colombianos, una buena taza de café, las imponentes montañas, una buena rumba, un buen ajiaco santafereño, y mi plato preferido: las arepas.

 

En esta ciudad de cielo azul y atardeceres rosa, se come como rey, se respira historia, se vive cultura, y se disfruta de la tranquilidad. Caminar por la Gran Vía, ir de cañas por Malasaña, comerse un bocadillo de calamares en Plaza Mayor, tomarse un chocolate con churros en San Ginés, ir a un derby madrileño al Bernabéu y gritar “Hala Madrid”, desayunar un pincho de tortilla con un café con leche en un bar de barrio, pasar la tarde domingo en La Latina, quedar en el Oso y el Madroño de Sol con amigos, tomarse un tinto de verano en una buena terraza, disfrutar del Guernica en el museo Reina Sofía, o de la Maja Desnuda de Goya en El Prado, ver un atardecer en el Templo de Debot, caminar por los alrededores del Palacio Real y terminar en los Jardines de Sabatini, observar la imponencia de las torres de Begoña, ir de picnic al parque El Retiro, ver la nieve en La Sierra, o ir de tiendas por Serrano son algunos de los placeres obligados que no se puede perder quien pisa el suelo de esa ciudad que robó mi corazón, de la que tomo las palabras del poeta alicantino Miguel Hernández: “Eres mi casa, Madrid: mi existencia, ¡qué atravesada!”.

 

Las historias publicadas no representan una posición del Ministerio de Relaciones Exteriores, ni del Programa Colombia Nos Une, y obedecen únicamente a percepciones propias del autor.


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